lunes, 15 de febrero de 2016

Oscuridad que se hizo eterna.

Admiraba su capacidad para ser feliz con poco, valoraba mejor que nadie los pequeños detalles y podía pintar sonrisas en cualquier rostro. De hecho era una de sus aficiones preferidas, a pesar de que los golpes le habían tintado de seriedad.
Sabía querer de verdad, abrazaba poco pero sincero y quería que sus besos nunca se borraran de mi piel.

No se le daban muy bien las palabras, pero siempre sabía que decir. Le fallaban a menudo las formas, culpa quizás del camino que le tocó andar y es que todos sacamos las uñas y apretamos los dientes cuando nos sentimos amenazados. Sin embargo, bastaba con observar su mirada para saber la pureza y bondad que había en su corazón.

No mostraba su interior, y es que a nadie le gusta enseñar los destrozos. Demasiadas heridas aún por coser, demasiadas cicatrices aún por olvidar.

Tenía todo para volver a retomar el vuelo, pero las cadenas que arrastraba eran demasiado pesadas como para desprenderse de ellas.

Vivió a ras de suelo, al borde de la barra. Le enseñaron que los fuertes no lloran y cambió las lágrimas por tragos largos.
Entre copa y copa quiso cerrar capítulos y al final sólo consiguió cerrar su historia. Y marcar la mía.

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